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Renovación, no revolución

Hacer una revolución es fácil. Aprovechándose de una mala situación social, en la que aparecen como constantes la incultura, el desempleo, la pobreza, el aumento de las diferencias económicas de las clases sociales y desapareciendo la virtuosa clase media, aparecen políticos populistas que haciendo propuestas de solución a la mayoría de los problemas que afectan a los ciudadanos, y sin saber lo que es gobernar, obtienen suficientes votos para hacer creer a la sociedad que ellos van a dirigir los destinos de un país.

Esos avenidos usan consignas de carácter violento para encrespar a quienes les siguen y de esta manera sacarlos a la calle. Una vez en la calle todo lo que sea oponerse a las algaradas que ellos provoquen será una manifestación dictatorial del poder, democráticamente establecido, contra el que ellos van y al que pretenden destruir mediante su revolución.

Son minorías, pero sus actos violentos amedrentaran y atemorizaran a las autoridades que por mantenerse en su sillón abandonan la defensa de los derechos de los demás ciudadanos, que son mayoría. El apego al sillón los convierte en demócratas irresponsables.

En el otro lado social, está la renovación. Es más difícil. Implica una conciencia social generalizada. Hay que salir a la calle, pero a votar. Nuestro voto no puede quedar hipotecado con un partido. Nuestro voto tiene que estar hipotecado por quien haga lo mejor para la ciudadanía: el bien común. Si no lo hace, a la oposición en las próximas elecciones. Con la demagogia y la corrupción, tolerancia cero. Esa debe ser nuestra renovación cívica, democrática, pacífica y, sobre todo, mayoritaria.

 

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