Abierto el Hogar tras las estaciones de Cuaresma y el week-end sin “Resucitao”; el lunes de Pascua, antes de los churritos, Bonifacio puso orden y levantó a nuestra ajada dominócracia; rebuscó entre las fichas y puso la blanca doble en el centro del formica, la que simbolizó como la pieza de memoria del desaparecido Francisco, en torno a ella guardamos un minuto de nuestros preciados silencios y jadeos. Yoli dio un aplauso, al que seguimos, contagiando al resto de jubilados y la barra del recinto; después le dimos abrazos a la vieja luchadora en el franquismo, y hubo sus lágrimas.

Decir más, dónde se va a decir mucho, sobra. Don Pijote de la Plancha, Boni y el Menda, fuimos al cole del nacional-catolicismo, sobre las pizarras, rodeaban el crucifijo, la foto de Franco, Jose Antonio y Pio XII (hasta su muerte). Ahora sabemos las causas políticas, para que no hubiera imágenes de los sucesores del Doce, entonces no nos enterábamos ni pio. Pero el simpático Juan cambió el paso de media oca y pato cojo, por la metanoia, ligera y vital del Vaticano II, para que agarráramos un Tarancón más conciliar en la Transición que los enroques posteriores del Rouco.
A los católicos de buena fe, a los incrédulos compasivos, nazarenos y mantillas, más el mundo mundial, han sentido la muerte de un abuelo blanco, que ha encarnado ser el guardián de la Sede del amor al prójimo. Trasmitir un mensaje universal, caer bien, es algo que no consiguen los representantes mundiales de nuestras altas organizaciones laicas.
Me suena a chasco y también a taconazo mágico, que el visitante de la Capilla Sixtina, pueda ver en una vitrina del Museo del Vaticano las camisetas usadas en la Bombonera y Maracana, por los ídolos Pelé, Maradona y Messi; por discreto y de antigua escuela del protocolo, Benedicto XVI no se atrevió a poner la de Beckenbauer. Un detallito que marca diferencias hasta celestiales.