Bittor Arginzoniz de joven fue un guardabosque, después se apaño el sustento en una fábrica de celulosa de su pueblo y ahora es el mejor asador del planeta desde su estrellado restaurante Etxebarri. Prohibida las carnes de mis dietas para que mi corazón lata, pero ni por esas, porque lo achicharro con el menú de las noticias para la alacena del pobre.

Dedicarle unas caricias a un ejemplo mundial del buen hacer en los fogones, es tan ensoñador como fijar la suerte con anteojos en el Eurojackpot de la ONCE. Victorcito, en confianza, mientras hacía sendas en los silencios del bosque, aprendió a andar de puntillas para oír los susurros de las maderas, y a distinguir el lamento de las hojas por el gajo herido.
Son sus artes de los que elevaron la hoguera contra las brujas de Zugarramurdi, pero menos averiguado para conocer y quemar las xorguinas vascas que estudio Julio Caro Baroja. El parrillero mayor sabe distinguir al vuelo la edad de la pieza, como la madre añeja mira el trasegar de los retoños en la manada; pero lo más oportuno es elegir las ramitas y el tronco que emitirán los rayos de la hoguera, para que los alientos del bosque, elijan la especie del árbol que de sabor de ambrosía al degustarla.
Siempre creí que de las ciencias humanas para manejar la madera, los ebanistas podrían llevar la voz cantante, aunque por mi experiencia creando la escuela municipal de Lutería malagueña bajo la dirección del maestro Chacón, los reyes en el son de los bosques eran los lutieres, capaces de iluminar partituras grandiosas con sus primorosas labores de exactitudes para limpiar de de serrines al vuelo. Pero en las estancias de Robín Hood, cuando el peligro amaina y el alimento busca puntería, el maestro Argizoniz repartirá el maná, el ebanista el trono y el añorado Chacón afinados violines.