Por afición a lo absurdo me planté con mi tropa de eméritos del Hogar, para despacharme el derbi dominical de los ositos y madroñeras (albortos para el botánico). Don Simeone, con su clásico negro de extra del Zorro; don Angellito, con su terno de alpaca de cantaor de tablao, nos desfilan sus tropas por el campo del honor, con sus niñitos de la mano; cosa que evidencio Bonifacio evocando a Recluta con Niños, propiedad de Cerezo el del palco prestado; resulta que los místeres, el italo y el argentino, tienen a sus niños en la plantilla; por lo que sus reclutajes en los banquillos conlleva su ración de nepotismo.
El fútbol de entrenadores, puede terminar por las lesiones como partidas de robocops, pero los androides de obediencia aburren y alguien espera un gesto instintivo de un sagaz pelotero, para levantar la modorra; finamente espabilada con los chutes del VAR. A mí que la sopa me esperaba, llegué a casa con treinta minutos de retraso inesperado, porque a los añadidos del árbitro, hubo que sumarle los más de los diez minutos por las pérdidas de mecheros de la incendiario graderío del Atléticos (pupas disfrazados de majaretas ultras).
Aunque por edad y oficio he asistido a muchos espectáculos, nunca he visto cortar una película porque se oxidaran los clavos de Cristo, o que pararan una ópera porque un espectador cabreado arrojara un ramo de cardos borriqueros a una diva, menos si a Gladiator le tiraran un candil.
Pero con los estadios tan “monos” de arquitectura fotogénica, no se evita la presencia de un respetable de mala lid; más si se insiste en ademanes de los actores contrarios, o el entrenador y jugadores de los parroquianos aguerridos, van a repartirle las gracias con aplausos, vítores y abrazos. Dense fraternalmente la paz y no me alarguen la impaciencia.