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Incierta guerra contra el crimen en América Latina

Ventana americana

Durante las décadas de los sesenta y setenta América, Latina fue el escenario del enfrentamiento armado entre los grupos guerrilleros de inspiración e instrucción cubanas y los gobiernos dictatoriales y democráticos de la región. Los tupamaros en Paraguay, los montoneros en Argentina; las FARC y el EPL en Colombia; el MRTA en Perú; el Comando de Liberación Nacional en Brasil; los sandinistas en Nicaragua, y el FMLN en el Salvador fueron algunos de los grupos subversivos que decidieron seguir la consigna del “Che” Guevara de convertir cada país sudamericano en un Vietnam.

 

Después de años de cruentísimas guerras civiles, y de arduas y casi imposibles negociaciones, estos movimientos insurgentes han dejado oficialmente de existir, integrándose los dirigentes de los mismos a la vida civil y política de sus respectivas naciones. Sin embargo esto no quiere decir, ni mucho menos, que la tan anhelada paz se haya alcanzado en las calles de sus ciudades, ya que las antiguas agrupaciones guerrilleras fueron sustituidas por otros actores en el escenario de la violencia: las organizaciones criminales.

 

Los cárteles de la droga en México (como el de Sinaloa, el de Juárez, el Jalisco Nueva Generación o la Familia Michoacana); las Maras en El Salvador, Honduras y Guatemala; las bandas criminales en Colombia (como el Clan del Golfo, la Oficina de Envigado o Los rastrojos);  las organizaciones delictivas de los barrios pobres de Brasil (favelas), como el Comando Vermelho; y las asociaciones de hampones en Venezuela (como el Tren de Aragua o la Banda de Yeiko Masacre), han puesto en jaque a las autoridades incapaces de garantizar la seguridad de sus ciudadanos.

 

Verdaderos ejércitos de decenas de miles de “descamisados” (como llamaba el general Juan Domingo Perón a los pobres de Argentina) conforman estas organizaciones criminales que son verdaderas empresas ilegales de hacer montañas de dinero mediante la extorsión, el robo, el tráfico de drogas, el secuestro, la prostitución, el tráfico de personas, o la minería y la tala furtivas.

 

La respuesta gubernamental ha sido en todos estos países la de enfrentar con una policía militarizada, o incluso empleando efectivos del mismo ejercito que anteriormente se habían dedicado a la lucha antisubversiva, a dichos delincuentes, en muchas ocasiones cometiendo atropellos contra los derechos humanos.

 

La intimidación y la corrupción ejercida sobre los estamentos policiales y judiciales de  estos países por parte de las bandas fascinerosas (el famoso “plata o plomo” del tristemente célebre narcotraficante Pablo Escobar Gaviria), ha hecho perder efectividad a la acción gubernamental, hasta el punto de que el actual presidente colombiano Gustavo Petro llegó a afirmar ante la Asamblea General de Naciones Unidas que la costosa y larga guerra contra las drogas “había fracasado”.

 

¿Puño de hierro o mano tendida?

 

En medio de este preocupante panorama, en el cual los habitantes de Caracas, Bogotá, Río de Janeiro o Ciudad de México temen salir a la calle por el riesgo de ser asaltados con violencia, secuestrados, asesinados, y las mujeres violadas o raptadas, ha surgido la figura del “justiciero” representada por el presidente de El Salvador Nayib Bukele.

A finales del pasado mes febrero, el mandatario salvadoreño inauguró con bombo y platillos una nueva mega cárcel localizada en las afueras de la capital, internando en ella a 2.000 “mareros” o “gangueros” de las pandillas de la Calle 18 y la Mara Salvatrucha. Bukele ha prometido encerrar allí a unos 40.000 delincuentes de los 150.000 que organizados en pequeñas células criminales o “clicas” controlan el mundo del hampa y la delincuencia en Centroamérica.

 

No obstante, a pesar del crecimiento de la popularidad del dirigente salvadoreño en su país, otros jefes de estado latinoamericanos no se sienten atraídos por las soluciones de fuerza y prefieren una “política de la zanahoria antes que la del garrote” para enfrentar a la delincuencia galopante.

 

Tal es el caso del presidente mexicano Antonio Manuel López Obrador (AMLO), quien ha basado su política de seguridad nacional en la iniciativa de “abrazos, no balazos” con el fin de alejar a los más jóvenes de las organizaciones criminales.

 

Lo mismo puede decirse del presidente colombiano Gustavo Petro, quien no ha dudado en comparar el nuevo hípercentro penitenciario salvadoreño con un “campo de concentración juvenil”, asegurando que Colombia también disminuirá sus índices de criminalidad “pero pero no a partir de cárceles, sino de universidades, de colegios, de espacios para el diálogo, de espacios para que la gente pobre dejase de ser pobre”.

 

Es innegable que América Latina está siendo muy castigada por el flagelo de la delincuencia y la solución al mismo pasa por dos vertientes: disminuir la pobreza extrema, el hambre y las desigualdades para consolidar la paz social; y al mismo tiempo hacer funcionar de manera eficaz un sistema de justicia que persiga con rapidez y no deje impunes a aquellos que decidan actuar al margen de la ley atentando contra el derecho a la vida, la salud pública y la propiedad del conjunto de la sociedad.

Luis Gabriel David

Profesor y periodista

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